lunes, 12 de noviembre de 2012

¿Quién dijo que el mundo era como nos contaban?

Un fuerte dolor le presionaba el pecho. Tenía frío, pero no frío de mediados de noviembre, sino frío del alma. Como cuando te acercas a un árbol y las hojas dejan caer el rocío sobre tu pelo, y sientes que se te encharcan los huesos y que te duelen los pulmones de repente al recordar todos tus anteriores inviernos, sin unos brazos cálidos que te escondan los días que no hay luna, sin una mirada ardiente que te devuelva la pasión por la vida. Ese frío del alma cala hasta las entrañas y reconcome cada órgano hasta llegar al corazón. Y es entonces cuando se te empaña la cristalera que guarda al iris (no importa de qué color sea) y comienzas a respirar de otro modo, se te rompe la voz y los sonidos no se articulan de un modo normal, sólo emites balbuceos sin sentido y la boca te sabe a sal por esas gotas que te recorren las mejillas. Y no ves belleza.
En un momento así, cuando estás tan perdida, cuando no hay dentro de ti más que malos pensamientos, yo sólo sé hacer dos cosas. La primera es mirar al cielo, recordar que estoy volando. Y la segunda, emplear todo eso malo, sacarlo de mí, en forma de fotografías. ¿Quién dijo que no se pueden usar cosas horribles para hacer cosas hermosas? 



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